El otro, galán recio con cara de enojado,
me asusta
sólo cuando me precipita hacia su dardo.
Odilón, casi un niño y armado como un
hombre,
sus pies aman los míos enamorados de sus
dedos
mucho más, aunque no tanto del resto suyo
vivamente adorable... pero sus pies sin
parangón,
frescura satinada, tiernas falanges,
suavidad
acariciadora bajo las plantas, alrededor de
los tobillos
y sobre la curvatura del empeine venoso, y
esos besos
extraños y tan dulces: ¡cuatro pies y una
sola alma, lo aseguro!
Armando, todavía proverbial por su pija,
él solo mi monarca triunfal, mi dios
supremo
estremeciéndose el corazón con sus claras
pupilas
y todo mi culo con su pavoroso barreno.
Pablo, un rubio atleta de pectorales
poderosos,
pecho blanco y duras tetillas tan chupadas
como lo de abajo; Francisco, liviano cual
gavilla,
piernas de bailarín y buen florín
también.
Augusto, que se vuelve cada día más macho
(era bastante chico cuando empezó lo
nuestro),
Julio, con su belleza pálida de puta,
Enrique que me cae perfecto y que pronto,
¡ay! se incorpora al ejército.
Vosotros todos, en fila o en bandada,
o solos, sois la diáfana imagen de mis
días pasados,
pasiones del presente y futuro en plenitud
erguido:
incontables amantes ¡nunca sois demasiados!